Señor Pantuflas

De entrecasa con Stéphane Mallarmé, Paul Verlaine, Emmanuele Coccia y Paul B. Preciado

Mateo tenía reglas para todo. Cuando aparecieron los audios de WhatsApp, dictaminó que nunca mandaría uno. Y, aunque escuchaba pacientemente los que le mandábamos nosotros, nunca lo hizo, a excepción de una vez, un mensaje cortísimo que perdimos para siempre en la maraña de archivos y celulares rotos. Siempre lavaba los pantalones negros dados vuelta. No rayaba, doblaba, manoseaba, ningún libro jamás, pero estaba generalmente dispuesto a prestarlos. Nunca, decía, se quedaba con la ropa de dormir después de levantarse de la cama…

Supongo que de esa pasión por los rituales, que es un modo de pretender que tenemos alguna injerencia en el caos, nació parte de su amor por Japón y por la etiqueta, esa forma amable que tenía de participar en el mundo. Algunas cosas las adopté yo también, afecto como soy a imponerme leyes absurdas como principios generales, y ahora pongo del revés cada pantalón antes de lavarlo, y me saco el pijama apenas salgo de la cama. Esto, para mí, es un cambio enorme: de chico podía estar con la misma ropa todo el día, y en realidad no fue hasta hasta hace poco, cuando por fin tuve que darle la razón a mi amigo, que decidí cambiarme apenas despierto.

Sin embargo, las pantuflas quedan.

Hace unos días asistí de modo virtual a una charla que dio Emmanuele Coccia en la universidad de Harvard. Habló de filosofía y moda y, en la sección de preguntas, refirió a una tendencia que me interesa mucho, porque (acaso bajo el influjo perdurable de Mateo) me resulta sospechosa: la de salir al mundo con ropa que antes uno solo usaría para tirarse en el sillón a mirar una serie. Coccia refería, específicamente, a la ruptura de los límites entre el espacio público y el privado (tal como, por ejemplo, los concibió Hannah Arendt siguiendo a los griegos) en la época contemporánea; a cómo, gracias a los desarrollos tecnológicos, estamos siempre «en casa» incluso cuando estamos en la calle; y sostuvo que Alessandro Michele logró, a la cabeza de Gucci, romper definitivamente la distinción entre ropa «de entrecasa» y ropa «de calle», lo que da cuerpo al surgimiento del nuevo espacio social que representan las redes, auténticas extensiones del espacio doméstico.

El movimiento formaría parte, entonces, de una revolución cultural que diluye las divisiones entre lo económico y lo político, el hogar y la ciudad, y hace que ya no sea posible pensar en torno a estas oposiciones, porque lo común no existe más como algo externo a lo individual. En este sentido, no es lo externo lo que invade el interior, sino más bien al revés: es la casa la que se apodera del mundo y, a la vez, propone un nuevo individuo, esencialmente nómade, que se define cada vez menos por los rasgos fijos del espacio privado y más por cuestiones pasajeras, móviles. De esta manera, la moda aparece para Coccia con una inmensa potencialidad «anti-doméstica» no porque destruya este espacio, sino las barreras que lo separan del resto.

Ya en su primera colaboración con la marca italiana de diseño, en otoño/invierno de 2015, Michele incorporó trajes que se parecen y se sienten como (y, dirán algunos, son) pijamas, o saltos de cama y, luego, calzados que se ven tal como pantuflas. En 2018, Agnès Varda fue a la ceremonia de los Oscar con un conjunto de seda Gucci, gesto que siguió Billie Eilish en la LACMA Art + Film Gala al año siguiente y, agregando al set antifaz de dormir y mantita, junto a Jesse Rutherford en 2022. En su colección de primavera/verano de 2023, que es la última de esta temporada para la marca, Michele duplicó la apuesta, literalmente, enviando mellizos en sus pijamas a la pasarela.

Es imposible que no venga a la mente, en este punto, la figura de Hugh Hefner, en su pijama eterno. Su caso, tal como lo ha descrito Paul B. Preciado, es inverso: no se trataba de sacar la casa al mundo, sino de llevar, como durante los confinamientos de 2020 y 2021, el mundo a la casa. En un ensayo publicado en El País durante aquellos meses, y luego incluido en el libro Dysphoria Mundi (2022), dice Preciado:

La revolución biopolítica silenciosa que Playboy lideró suponía, más allá la transformación de la pornografía heterosexual en cultura de masas, la puesta en cuestión de la división que había fundado la sociedad industrial del siglo XIX: la separación de las esferas de la producción y de la reproducción, la diferencia entre la fábrica y el hogar y con ella la distinción patriarcal entre masculinidad y feminidad

De este modo, para Hefner la casa era el mundo y el mundo veía todo el tiempo la casa, a través de la revista, los reality shows, las cámaras que incesantemente rodaban lo que ahí ocurría, en esa cama en la que el hombre fundó su vida. Su existencia fue, así, una existencia doméstica, aislada, pretendidamente autosuficiente, ascética.

En todo caso, lo cierto es que las pantuflas (tengo de verano y de invierno) son una pieza de vestir eminentemente hogareña, un objeto de la intimidad al que pertenecen también la escoba, las llaves, el mantel, la cama, y los candelabros. Son, tal como aparecen en el cuadro atribuido al pintor flamenco Samuel van Hoogstraten (c. 1660), una figura central en el mundo de la interioridad burguesa, el reino privado, espacio en el que supuestamente el «yo» puede expresarse en toda su autenticidad. La limpieza y el orden, propios de toda casa decente, son los atributos esenciales de esta «zona de confort», por usar un término corriente, que nos separa de los peligros del mundo: la lluvia, el sol, los depredadores, los vecinos. Así, como define Coccia en un artículo,

La casa es el arquetipo de la frontera, no solo porque incluye los primeros muros que construimos, utilizamos, habitamos, sino porque es a través de ella que separamos a la humanidad entre lo cercano, lo íntimo, lo inseparable o lo no separado, y el resto.

Hace unos años, en clases de literatura francesa, leímos con Alma Bolón un poema que me impactó mucho y después olvidé y recuerdo ahora. Por un momento, al acordarme de la existencia de un texto sobre pantuflas, pensé que era de Stéphane Mallarmé, pero no: se trata de «Monsieur Prudhomme», de su amigo (inconfundible, por otra parte) Paul Verlaine:

Il est grave : il est maire et père de famille.
Son faux col engloutit son oreille. Ses yeux
Dans un rêve sans fin flottent insoucieux,
Et le printemps en fleur sur ses pantoufles brille.

Que lui fait l’astre d’or, que lui fait la charmille
Où l’oiseau chante à l’ombre, et que lui font les cieux,
Et les prés verts et les gazons silencieux ?
Monsieur Prudhomme songe à marier sa fille.

Avec monsieur Machin, un jeune homme cossu,
Il est juste-milieu, botaniste et pansu.
Quant aux faiseurs de vers, ces vauriens, ces maroufles,

Ces fainéants barbus, mal peignés, il les a
Plus en horreur que son éternel coryza,
Et le printemps en fleur brille sur ses pantoufles.

Escrito en paródico honor al personaje que le da título, creado por Henry Monnier (junto a Madame Prudhomme) para caricaturizar al matrimonio típico, el soneto se encuentra en el libro Poèmes saturniens (1866). «Es muy serio: es alcalde y padre de familia. / Un falso cuello tragó sus orejas. Los ojos / Flotan indiferentes en un sopor sin fin, / Y en sus pantuflas brilla la primavera en flor», dice la primera estrofa en la versión de Antonio Martínez Sarrión. «¿Qué le importa el lucero de oro o la enramada / Donde trina en la sombra el ave, qué los cielos / O el verde prado o el césped en paz?», continúa, pintando en su frivolidad al personaje, a quien «Todo cuanto le importa es casar a su hija / Con el señor Machin, un joven situado, / Una persona de orden, barriguda y botánica.» Rival indiscutido de la poesía decimonónica, el burgués, con su barriga y sus modos, aparece en el poema como un personaje banal, apegado a preocupaciones prácticas vinculadas a la consolidación de su estatus y la multiplicación de su fortuna, lejos del arte, de la trascendencia y de lo bello. «En cuanto a los poetas, tramposos y gandules, / Mal peinados, histriones y barbudos, les tiene / Más horror todavía que a su eterno catarro. / Y en sus pantuflas brilla la primavera en flor», concluye magnífico, volviendo a la imagen, con sus pantuflas, que me hizo trampas de la memoria.

Porque si pensé que el autor era Mallarmé, no fue por nada. En una nota escrita en 1899 para el Mercure de France, en efecto, Albert Mockel describe al poeta en términos sencillos, hogareños:

En pantoufles, en chemise de flanelle, une petite pipe entre les doigts, un homme ouvrait la porte de son étroit logis. La causerie naissait vite. Sans pose, avec des silences, elle allait d’ellemême aux régions élevées que visite la méditation.

«En pantuflas, con camisa de franela, una pequeña pipa entre los dedos, un hombre abrió la puerta de su estrecha vivienda», empieza el breve retrato de Mockel. «La conversación no tardó en surgir», sigue. «Sin pose, con silencios, se dirigió por sí sola a las altas regiones visitadas por la meditación». Ese hombre sencillo, que había recomendado a las ricas lectoras de la revista La dernière mode cómo vestirse y cómo decorar la casa, y qué productos consumir y cómo divertirse, aparece capaz de una inmensa profundidad, aun en pantuflas. La superposición de estos textos en mi mente es reveladora: uno elige las pantuflas para referirse por metonimia al burgués, enemigo de los poetas; el otro para mostrar cómo ese mismo orden de las cosas puede ser subvertido, que la inteligencia puede vestirse como quiera.

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