La vida suspendida

Más frascos y tiempos congelados, con Walter Benjamin, Arthur Conan Doyle, Sylvia Plath y Disney

«En cuanto empieza a vivir, el niño se convierte en un gran cazador», asegura Walter Benjamin en su Calle de sentido único, libro impar publicado en 1928. Sigue, un poco más adelante:

sus años de nómada son horas dentro del bosque de los sueños. Desde ahí va arrastrando su botín a su casa, a limpiarlo, asegurarlo y desencantarlo. Sus cajones se convierten poco a poco en arsenal y zoo, como en museo criminal y cripta. «Vaciarlos» sería lo mismo que destruir un edificio lleno de castañas puntiagudas que son luceros del alba, papel de estaño que es plata, cubos de madera que, en realidad, son ataúdes y cactus que son tótems, y monedas de cobre que sin duda alguna son escudos. 

Sin embargo, no había en mí una idea de museo, ni de zoológico, precisamente porque en el gesto de dejar al tiempo actuar sobre las cosas todo tendía a la mezcla, enemiga acérrima de la disciplina. En esa mezcla, imagino ahora, yo veía y sentía cosas, un aroma (precisamente) de lo inmundo que me llevaba, como al niño benjaminiano, a los paraísos de mi imaginación, saturada de pantanos, criaturas mágicas, caballeros nobles y pócimas secretas. El desorden, así, no desencantaba, sino que re-encantaba los objetos descartados del mundo. Hace unas semanas escribía sobre mi fascinación con la putrefacción, la acumulación de frascos, pero no sé si hice el debido énfasis en que para mí esas cosas no formaban parte de una colección, ya que no había clasificación ni taxonomía de ningún tipo: solo caótica conjunción de sustancias, saturación, anarquía de colores y formas.

Hago una visita fugaz a la galería abandonada en la que se convirtió mi perfil de Facebook para encontrar una foto que subí el 12 de octubre de hace casi diez años. Es uno de mis frascos más queridos: uno de esos bichos que son minúsculos y crecen en el agua, uno de esos dinosaurios para armar que se compraban en Tienda Inglesa, y el musgo que ya empezaba a enturbiarlo todo.

Haciendo alusión al día, compartí la foto del frasco junto a la entrada del 11 de octubre de 1492 del primer diario de Cristóbal Colón, tal vez porque los dinosaurios y el continente americano se habían unido indisolublemente en mí desde mi lectura infantil de El mundo perdido (1912), de Arthur Conan Doyle. En la novela, que encontré en una caja de libros que habían llevado mis abuelos a Valizas, hay un valle escondido en el Amazonas en el que todavía viven dispersos una serie de animales prehistóricos, aislados del resto del mundo. Enfrascados.

El tiempo pasa distinto desde adentro. La luz se enrarece sobre la superficie. Todo refleja.

Hace unas semanas fuimos con Camila al museo del Quai Branly, una caja de vidrio en medio de la ciudad, un extenso jardín amurallado, un recorrido excéntrico por fragmentos difusos de varias culturas «no-occidentales», es decir definidas por su negatividad, de Asia, África, Oceanía y las Américas. Ahí me encontré con un rak yom, un tipo de amuleto de origen tailandés de origen remoto que se sigue usando todavía hoy. Dos figuritas de forma humana encerradas en un pequeño envase de vidrio, sumergidas en aceite bendito. Pequeños talismanes que atraen felicidad, filtros de amor de bolsillo.

Fuente: Musée du quai Branly-Jacques Chirac

Pienso en esos macaquitos capturados en un ámbar líquido y llega a mí la memoria de «Two views of a cadaver room» (1960), en el que Sylvia Plath escribe sobre otros frascos, otro tipo de embalsamamiento.

Dividido en dos poemas, en el primero se lee:

The day she visited the dissecting room
They had four men laid out, black as burnt turkey,
Already half unstrung. A vinegary fume
Of the death vats clung to them;
The white-smocked boys started working.
The head of his cadaver had caved in,
And she could scarcely make out anything
In that rubble of skull plates and old leather.
A sallow piece of string held it together.

In their jars the snail-nosed babies moon and glow.
He hands her the cut-out heart like a cracked heirloom.

«El día que visitó el cuarto de disección» empieza, narrativamente. Y sigue con una descripción monstruosa «tenían cuatro hombres tendidos, negros como pavos quemados, / ya a medio desatar. Un vaho vinagroso / de las cubetas de despojos se les adhería; / los chicos de batas blancas comenzaron a trabajar.» Se trata, posiblemente, de estudiantes de medicina que están haciendo sus prácticas: «La cabeza de su cadáver había colapsado, / y ella podía apenas distinguir algo / entre ese escombro de huesos de cráneo y cuero viejo. / Un cetrino trozo de cuerda mantenía todo unido.»

Plath termina entonces esta sección con dos versos memorables, que pasan abruptamente al presente: «En sus frascos los bebés con nariz de caracol sueñan y brillan. / Él le alcanza el corazón extraído como una reliquia familiar partida.» Según se entiende leyendo sobre la vida de la poeta, esta parte del texto nace de un visita al hospital en octubre de 1951, que también se encuentra ficcionalizada en el sexto capítulo de la novela semi-autobiográfica The Bell Jar (1963), que comienza:

I had kept begging Buddy to show me some really interesting hospital sights, so one Friday I cut all my classes and came down for a long weekend and he gave me the works.    

«Seguía rogándole a Buddy que me llevara a ver algunas vistas interesantes del hospital, así que un día falté a todas mis clases y me fui por un largo fin de semana y él me hizo un recorrido», empieza inocentemente el capítulo: dice «sights», como si fuera un viaje turístico. Y sigue:

I started out by dressing in a white coat and sitting on a tall stool in a room with four cadavers, while Buddy and his friends cut them up. These cadavers were so unhuman-looking they didn’t bother me a bit. They had stiff, leathery, purple-black skin and they smelt like old pickle jars.     

Es, como podemos entender, otra descripción, esta vez en prosa, de la misma situación vuelta poema: “Me vestí con una bata blanca y me senté en un taburete alto en un cuarto con cuatro cadáveres, mientras Buddy y sus amigos los diseccionaban. Estos cadáveres tenían un aspecto tan inhumano que no me molestó verlos. Tenían la piel dura, como de cuero, de un negruzco purpúreo y olían a viejos tarros de pickles.» Pero la historia no se queda ahí:

After that, Buddy took me out into a hall where they had some big glass bottles full of babies that had died before they were born. The baby in the first bottle had a large white head bent over a tiny curled-up body the size of a frog. The baby in the next bottle was bigger and the baby next to that one was bigger still and the baby in the last bottle was the size of a normal baby and he seemed to be looking at me and smiling a little piggy smile.

El impacto del décimo verso, con su uso magnífico del verbo «to moon» (en tantos sentidos parecido al «estar en la luna» del castellano), aparece detallado en este pasaje: «Luego, Buddy me llevó al corredor en el que tenían unas grandes botellas llenos de bebés que habían muerto antes de nacer. El bebé de la primera botella tenía una gran cabeza blanca inclinada sobre un pequeño cuerpo enroscado, del tamaño de una rana. El bebé en la botella siguiente era más grande, y el que estaba a su lado era todavía más grande, y el de la otra era del tamaño de un bebé normal, y parecía estar mirándome y sonriendo con una sonrisa de cerdito.» Es un pasaje narrado de modo terrible, pero la protagonista advierte al final que se siente orgullosa por la impavidez con la que había visto aquellas cosas.

A pesar de la valentía de la que se jacta Esther, sin embargo, la poeta parece haber resultado algo traumatizada por su experiencia, según cuenta su biógrafa Linda Wagner-Martin. En poemas posteriores, Plath hará mención a este episodio y volverá sobre estas imágenes con insistencia. En «A life» (1960), poema en el que describe con ironía una vida familiar perfecta, dice «She lives quietly // With no attachments, like a foetus in a bottle.» Esta vida «sin ataduras» de feto en una botella es para Plath una metáfora siniestra de la domesticidad femenina forzada: una existencia libre, en un contenedor cerrado.

Me fascina cómo evita, siempre que puede, la palabra «jar», cómo decide tantas veces usar «bottle» al hablar de los frascos en los que se guardan estos fetos para su estudio. Recuerdo cuando de niño me había dado por meter insectos en formol, su olor penetrante.

En el artículo «Medical Imagery in the Poetry of Sylvia Plath«, Ralph Didlake afirma que «El feto normalmente desarrollado, sano, puede servir como una imagen poderosa del estado latente, pero esta imagen [la del feto tras el cristal como un espécimen] es incluso más poderosa al estar una vez más suspendida, indefinidamente en conserva.» Un estado que juega con el anhelo, que describe Sigmund Freud, de comunión con las cosas característico de la vida prenatal (asociado con el «sentimiento océanico»), retorcido por la poeta hasta que se vuelve la muerte, donde las cosas están encerradas en sí mismas, eternamente inmóviles.

Me acuerdo ahora de cuánto me impresionó cuando me di cuenta de que decenas de los frascos de conservas que la madre de una amiga del liceo hacía rutinariamente la habían sobrevivido, que sus hijas seguirían comiendo sus salsas de tomate, sus mermeladas, sus escabeches, durante muchos años después de su muerte. Y pienso en la rosa de la versión de Disney de La bella y la bestia (Gary Trousdale y Kirk Wise, 1991), una casi rosa inmutabile conservada en el encanto de la suspensión eterna en la que vive todo el reino de la Bestia, bajo su campana de cristal, intocada por el mundo, que es a la vez una advertencia de finitud, una vanitas, junto al espejo mágico, un lento reloj que señala, con cada pétalo caído, la imperiosidad del amor.

2 respuestas a “La vida suspendida”

  1. […] yo se construye, más que en sí mismo, en oposición a lo otro. Hace un par de semanas, escribiendo sobre la poesía de Sylvia Plath, me refería al «sentimiento oceánico», concepto […]

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