El sentimiento oceánico, con Sylvia Plath y Victoria Ocampo
El yo se construye, más que en sí mismo, en oposición a lo otro. Hace un par de semanas, escribiendo sobre la poesía de Sylvia Plath, me refería al «sentimiento oceánico», concepto acuñado por Romain Rolland en una carta, al que Sigmund Freud define en El malestar en la cultura (1930) como una suerte de remanente primitivo de la imposibilidad del niño de demarcar el mundo exterior de su propia individualidad.
Este anhelo de volver a una comunión con el afuera, decía entonces, se puede apreciar con claridad en la poesía de Plath y, agrego ahora, en uno de los textos que se publicaron póstumamente en el volumen Johnny Panic and the Bible of Dreams (1977). «Ocean 1212-W» se llama el ensayo de 1962 en el cual la poeta, ya viviendo en el Reino Unido, narra una serie de recolecciones sobre el pueblo costero de Winthrop, indisolublemente ligado a sus primeros años de vida. «My childhood landscape was not land but the end of the land—the cold, salt, running hills of the Atlantic», comienza, situándonos a orillas ese océano que me es tan familiar: «El paisaje de mi infancia no era terrestre, sino el fin de la tierra: las frías, salubres, colinas del Atlántico.» El inicio da paso a una preciosa descripción de ese reino infantil: en el relato, que podemos pensar como un fragmento de autobiografía, Plath afirma que esa visión del mar es la cosa más «clara» que posee:
I pick it up, exile that I am, like the purple «lucky stones» I used to collect with a white ring all the way round, or the shell of a blue mussel with its rainbowy angel’s fingernail interior
«La levanto, exiliada que soy», sigue, «como las ‘piedras de la suerte’ púrpuras que solía juntar con un anillo blanco alrededor, o la concha de un mejillón azul, con su interior irisado de uña de ángel.» La imagen de las playas de la infancia viven en ella como un auténtico souvenir, un monumento en su sentido etimológico,1 que desencadena el flujo de los recuerdos y, sobre todo, los asociados a la madre, verdadero centro obsesivo (más allá y a pesar de «Daddy») de la escritura de Plath. Así, llegan una serie de viñetas, fragmentos de memoria: la madre soltándola a gatear en la arena, sacándola del agua, leyéndoles a ella y a su hermano un poema de Matthew Arnold y cambiando su vida para siempre. La emoción poética está narrada con precisión: la niña siente como un escalofrío, pero sabe que no es el viento o un fantasma, sino la poesía la que le puso la piel de gallina. «Una chispa salió de Arnold y me sacudió», narra, y concluye: «Había caído en una nueva manera de ser feliz.»
La forma nueva de ser feliz por la literatura queda a través de este momento asociada a esa niñez de océano irremplazable, porque aunque en Inglaterra la costa siempre está cerca, argumenta Plath, el mar no es una ostra, que tiene el mismo sabor en cualquier restaurante del mundo. La niña camina en la narración por la costa americana, en Massachusetts, cerca de la casa de sus abuelos maternos, junta fragmentos de porcelana que traen las olas, caracolas, vidrios de color. Y un día, el día que está intentando relatar desde el principio, la madre no está. La abuela le cuenta que, cuando vuelva, traerá consigo un bebé.
La niña está furiosa, nada la puede alegrar, se va sola:
As from a star I saw, coldly and soberly, the separateness of everything. I felt the wall of my skin: I am I. That stone is a stone. My beautiful fusion with the things of this world was over.
«Como desde una estrella vi, fría y sobriamente, el separamiento de todo», recuerda: «Sentí mi piel como pared: yo soy yo. Esa piedra es una piedra. Mi maravillosa fusión con las cosas de este mundo se había terminado.» Esa fecha, que quedará en su mente como «el día del nacimiento de la otredad», casi opaca el resto, el paseo, los olores de la playa, ya idos, ya no suyos. «Me pegué en el dedo contra las piedras redondas, ciegas. No se enteraron. No les interesó.»
Plath espera que las olas le traigan algo a los pies, como traían esos restos de naufragio que solía juntar: España es el nombre de su encantamiento, las mantillas, los castillos de oro, los toros. La niña sueña, en el momento de su ruptura con el mundo, que llegue una señal. Y una señal llega, en forma de totem. «Did my childhood seascape, then, lend me my love of change and wildness?», se pregunta. ¿Fueron esos nueve años en la costa los que sellaron su destino? ¿Los que dieron origen a su amor por el cambio y lo salvaje? Ahí quedaron, en todo caso, «like a ship in a bottle—beautiful, inaccessible, obsolete, a fine, white flying myth»: «como un barco en una botella: hermosos, inaccesibles, obsoletos, un bueno y blanco mito volador».


En el libro Le Vert paradis (1944), Victoria Ocampo parece concordar con la idea de que las cosas de la infancia son irrecuperables: «No conocemos íntimamente y en sus menores recovecos sino las casas donde nuestra infancia ha vivido», dice:
Près de ces maisons-là, les autres, celles où l’on habite après, ne sont que des beaux hôtels ou des pensions provisoires, transatlantiques dans lesquels nous traversons un certain nombre d’années. Mais elles ne sont plus, elles ne seront jamais plus la maison. Les craquements du plancher ou des meubles, le grincement des gonds, les ombres projetées sur tel ou tel mur à telle ou telle heure, la sonnerie des timbres, les voix, les pas, ne nous font plus de signes de connivence, n’arrivent plus à combiner avec nous leur code mystérieux. Rien désormais n’y parle «à l’âme, en secret, sa douce langue natale».
«Cerca de estas casas, las otras, aquellas en las que vivimos después», reflexiona, «son solo hermosos hoteles o pensiones temporales, transatlánticos en los que atravesamos un cierto número de años. Pero ya no son, nunca serán, la casa.» Como para Plath ya ninguna playa es la playa, para Ocampo casa hay una sola. «El crujido del suelo o de los muebles, el chirrido de las bisagras, las sombras proyectadas en tal o cual pared a tal o cual hora, el sonido de los timbres, las voces, los pasos, ya no nos hacen signos de connivencia, ya no consiguen combinar su misterioso código con nosotros. Ya nada habla ‘al alma, en secreto, su dulce lengua nativa’», cierra citando el verso de Charles Baudelaire, de su fantástica invitación al viaje.


«Imposible hablar del niño en términos de distancia», sigue en otra parte, «No ve las cosas porque él mismo es todas las cosas. El mundo está pegado a él y él está pegado al mundo. La distancia comienza, se marca en nosotros con los años, como si poco a poco hubiera que separarse de las cosas, decirles adiós, una tras otra, para verlas bien.» También de este modo la memoria, que solo podemos apreciar de lejos.
Notas
- Una de mis profesoras de latín, Cristina Pippolo, citaba, al recordar el origen de la palabra, los impecables versos del poema «Las cosas», de Jorge Luis Borges: «un libro y en sus páginas la ajada / violeta, monumento de una tarde / sin duda inolvidable y ya olvidada» ↩️
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